18.1.09

Bajar a por el pan

Mañana de sábado. El sol no termina de arrancarse, y el frío sigue apoderándose del Madrid invernal. Nubes bajas, niebla en algunos barrios, humedad y temperaturas bajas para que la sensación sea casi gélida.
Podrías bajar a por el pan con el primer chándal que encuentres colgado, doblado, o tirado en la silla de la habitación, pero ya que estamos en fin de semana, no es plan de salir así de desaliñado. Así que abres el armario y buscas no las mejores galas, pero al menos algo un poquito resultón.
Bien aderezada la vestimenta, no has hecho sino franquear la puerta del ascensor y te encuentras con el vecino. Qué mañana más fría. Es verdad, parece que el sol está tímido. Pero bueno, saldremos a la calle, que un ratito al fresco no viene mal. La familia, ¿qué tal? Bien, gracias, luego iremos a visitarlos. Pasad buen fin de semana. Igualmente.
En la calle, decenas de rostros conocidos te saludan, lo que te indica que hoy no has madrugado precisamente, y que has salido a la calle cuando el día ha florecido... si no fuese por esas nubes persistentes, claro. En el quiosco, comprando el periódico, te encuentras con aquel antiguo compañero al que hacía al menos un año que no veías. Qué coincidencia. Parece que hoy se ha puesto de acuerdo el barrio para salir a la calle a comprar el pan, a coger el periódico, a pasear al perro, al mismo tiempo.
Alguno, como el hijo de la panadera, ya vuelve montado en la bici de su salida sabatina, con el rostro cansado pero satisfecho. Restos de sudor que se encajan por las arrugas de un rostro curtido por cientos de horas de sol veraniego, el mismo que ahora sus piernas protegidas por mallas, su cuerpo cubierto por una chaqueta cortavientos, echan de menos con añoranza. Al verle, recuerdas que tú tienes los deberes por hacer. Es una mezcla de envidia, porque él ya ha cumplido con la tarea, y de felicidad al saber que aún te aguarda el disfrute a la vuelta de la esquina. Aunque esas nubes te inviten a coger la barra que te están despachando, y meterte en la casa a leer el periódico al calor de un café caliente, con la banda sonora de un buen disco sonando en el equipo de música.

Ayer la Casa de Campo era como el barrio. Entrenar por sus caminos, como salir a comprar el pan. Decenas de conocidos haciendo sus tareas. Algunos sobre dos ruedas, otros caminando, algunos aferrados a las máquinas de un gimnasio, y un buen montón de ellos zancada a zancada cumpliendo con los entrenamientos -programados o no- en su temporada atlética. Antes de arrancar, en el polideportivo Cagigal, ya anduvimos de charla con algunos de ellos. En el bosque, durante el entrenamiento, nos espolearon los ánimos de más compañeros. Al terminar el fartlek, cuatro incondicionales de esas sendas compartían impresiones con nostros. Y al terminar junto a la pasarela, más conversación distendida, ahora sí con la satisfacción de haber cumplido con las tareas previstas.

Y, en ese momento, fuimos a estirar evitando las sombras, porque al final el sol se decidió a salir.

13.1.09

Crunch, crunch, crunch

Día de vacaciones. Me levanto en un día amanecido hace ya más de una hora. Abro la ventana sin descorrer la cortina de la habitación, y marcho a la cocina a poner la cafetera en el fuego. Mecánicamente había encendido la radio, y su conversación pasa casi imperceptible de un oído a otro, como si fuese más un ruido de fondo que otra cosa. Mientras colmo el filtro del café, palabras sueltas se empeñan en quedarse pululando por aire, salidas de los altavoces de mi aparatillo de FM: Madrid, centro, nieve...
Con la energía de un niño pequeño, con ese miedo sordo a que no sea cierto lo que sospechas o deseas, abro la terraza y saludo con una sonrisa que no me cabe entre los carrillos a un montón de copos que revolotean frente a las ventanas. Miro hacia abajo y veo que poco a poco la nieve cuaja. Hace frío, así que estiro la mañana en casa consultando el ordenador, estudiando, escuchando música o siguiendo las noticias del caos que la nieve provoca en Madrid. Pero no puedo haber elegido mejor día para tomármelo libre. Recién pasado el mediodía, me calzo las zapatillas, me visto la ropa de faena y me dispongo a trotar en la nieve, algo que no había disfrutado más que una vez en mi vida.
Un tramo urbano, entre calles, asfalto y edificios, todos ellos disfrazados de blanco, casi ocultos a la vista por la exuberancia insultante de la nieve. Poco a poco salgo de las callejuelas del barrio y me adentro en el Parque Paraíso, que hoy merece más que nunca ese nombre. Cuesta encontrar los caminos, lo que me hace ver la torpeza que me es connatural, lo fácil que me pierdo en cuanto me quitan un par de referencias. Aun así, voy encontrando las sendas y ruedo, ruedo, ruedo. Crunch, crunch, suena la nieve virgen bajo cada pisada. Un mal paso, un agujero escondido, un amago de caída, y vuelta al camino. Crunch, crunch, crunch. No existen más sonidos. La nieve es como ese material que amortigua los ruidos y se come los ecos. Crunch, crunch, crunch. Hay poca gente en la calle, pero todos sonríen, juegan, corretean y se lanzan bolas de nieve con la mitad de años que aparentan. Crunch, crunch, crunch. Apenas se dejan oír los coches, detenidos, asustados, atascados, borrados por la blancura insultante que viste el parque. Crunch, crunch, crunch. Subo por las cuestas, que hoy se agarran más que nunca, me cruzo con quienes esperan pacientemente al autobús, perdidos y desorientados entre tanto hielo. Y la nieve no deja de caer, de formar una nueva capa sobre el suelo, que espera ser hollada y responder crunch, crunch, crunch. Se suben copos en marcha, que decoran la camiseta, las mallas, e imagino que la gorra. Desde esta atalaya reposan y miran en derredor, admirando su obra, el lienzo casi monocromo que revienta de hermosura a nuestros ojos. Me alejo del parque, el crunch deja paso al chof, nieve derretida por los viandantes y la sal. Termino de rodar fatigado por las especiales condiciones de tracción en la nieve, pero satisfecho, feliz, infantil.

Me levanto, miro por la ventana, y sigo viendo coches, calles, aceras y tejados nevados. Otro regalo para el final de las vacaciones. Cambiaremos el escenario: tomo el metro y voy a la Casa de Campo, donde me abrigo bien y comienzo a subir hacia el bosque por el camino del Santo. ¿Cuántas veces hemos ponderado lo bonita que esta subida en casi cualquier época del año? ¡Qué poco sabíamos! ¡Qué poco imaginábamos hasta dónde puede alcanzar la belleza de este tramo! Los pasos se alejan metro a metro del carácter casi urbanita del Lago y los chiringuitos. Pisamos algo de asfalto, ya caminos, pronto restos de hielo, y finalmente nieve, nieve virgen, nieve en que se entierran los pies y que se traga, de nuevo, todos los sonidos. Me envuelve el silencio absoluto, casi contemplativo. Se encaja la senda entre los árboles y sólo de cuando en cuando veo una bici, otro corredor, o una familia jugando con la nieve. Pero de continuo voy encerrado en mi mismo, escuchando el diálogo entre las suelas y la nieve. Crunch, crunch, crunch. Entre la espesura de los árboles, hay calvas verdes bajo sus copas, de un verdor casi excesivo entre la monocromía reinante. Me aproximo al arroyo, crunch, crunch, crunch. Poco a poco el crunch se mezcla, e incluso queda cubierto, por el fluir del agua del deshielo. Continúo, el cielo se aclara, y de repente, mientras sigo pisando nieve casi inmaculada, crunch, crunch, crunch, el sol se aventura entre los árboles, lanza sus rayos como si de cañones en un escenario se tratase, e ilumina puntos de nieve en el suelo. Ésta parece enorgullecerse primero, ruborizarse después. Yo dejo que me toque el sol la cara, tomo el camino de vuelta y bajo, crunch, crunch, crunch, para terminar un arranque ideal para el fin de semana.