27.5.11

El castillo de naipes

Está tumbada en el sofá, adormecida y sonriente. Con gestos entre somnolientos y dulces coge la baraja de la mesa, se sienta y va tomando carta a carta. No pierde la concentración ni una sonrisa tímida, cariñosa, mientras va subiendo pisos; naipes horizontales, inclinados, en precario equilibrio, pero aparentemente estables.

Cada nueva pieza pende en el vacío en una suerte de vértigo funambulista, presa de la doble atracción del suelo y las alturas.
Cada nueva pieza es un trozo de esperanza, un pedacito de ilusión que desprenden sus manos, esas que parecen existir para sólo acariciar.
Cada nueva pieza es una promesa ilusionante, pronunciada por esos labios que ya duelen de tanto besar.
Cada nueva pieza es una amenaza al equilibrio, es el alimento de la incertidumbre y la impaciencia.
Cada nueva pieza pesa más, sus gestos pierden frescura, sus ojos revelan el cansancio.

Y el aire en el salón se hace pesado. Ella se mueve con respiración agitada, y parece buscar una salida. Entonces ve el ventanal, se acerca y lo abre. Aliviada, regresa al sofá y se tumba tratando de descansar.

Cuando se queda dormida entra una violenta ráfaga de viento por el balcón. Los naipes vuelan por los aires.

24.5.11

Pascal y sus razones

Te crees fuerte.
Te sientes equilibrado, calmado, dirías que casi frío, ajeno a los bandazos que ves que a otros sacuden. Vives el día a día sin mayor sobresalto, inmerso en la capa protectora de una razonable rutina. Un espejismo de seguridad encaramado a la atalaya, pétrea, bajo la que ves pasar la vida.

Y entonces ocurre. Se tambalean los cimientos, se resquebraja la roca y por allí se cuela ese algo que te hace temblar. No sabes cómo ha sido, pero de la noche a la mañana eres otro; donde había equilibrio se cuela el vértigo; la calma es ahora marejada; y el frío ya no sabes si es tan intenso que te quema, o es que en realidad estás ardiendo por dentro. Y las llamas son peligrosas, incontrolables y virulentas. Lo sabes, claro que lo sabes, no es el primer incendio que presencias, pero te embobas viendo el fuego, te dejas fascinar por él y, sin quererlo, te entregas.

Te creías fuerte. Pero ves que no, y en un instante de lucidez (¿lucidez?) intentas protegerte, echar mano de la razón y el cálculo, pero ves que el intento es vano. Comprendes más que nunca aquellas archiconocidas palabras de Pascal en torno al corazón y la razón... que no sabes si fueron dichas presa de la misma conmoción, pero que describen punto por punto el mareo que te ha atrapado.
El corazón no se deja atar, se escapa y abre de par en par las puertas de tu cabeza, tiende una alfombra –roja, por supuesto- a la locura, y ésta se hace fuerte dentro de ti. Locura, o pasión, o sentimiento, qué sé yo: llámalo como quieras. Pero te apremia, te insiste y te ronda; quieres alejarlo un momento pero no se deja. Te preguntas por qué; por qué no puedes, no sabes o no quieres librarte. Y dejas que esa locura crezca.
Miras hacia atrás, y ya no recuerdas cuándo fue la última vez que perdiste los papeles. Te preguntas si merece la pena, y las respuestas contradictorias se agolpan en la cabeza.

Sí, siempre merece la pena ese atropello desordenado.
No, no, siempre es mayor la esperanza que la recompensa.
¡Qué dices!
¡Lo que oyes!

Y hace tanto tiempo de aquello que no sabes cómo actuar. Te sientes torpe: tan crío en un cuerpo de adulto, bien adulto, que ves claro que haces el ridículo. Y aunque no haya razones para ser optimista, cuando los malos indicios se agolpan, entonces es cuando tu aspecto bobalicón se acentúa, cuando buscas con insistencia un mensaje, una señal, algo...
Quiero que esto que tengo dentro se vaya. O no. No lo sé. Pero es que va a dar lo mismo: no lo puedo controlar. Tendré que dejarme consumir por esta incertidumbre.

22.5.11

Frío

Otra noche abres la cama.
Te tiendes, te arropas.
Dejas la luz de la lámpara de lectura y tomas un libro que hojeas, del que lees algunas líneas ya entre sueños.
Lo vuelves a dejar junto al reloj. Apagas el interruptor.
Te das la vuelta, extiendes un brazo.
Frío.