29.1.13

El Camino


Don José, el cura, que era un gran santo...
Quien haya leído esta novela de Miguel Delibes recordará este leit motiv a lo largo de todo el texto, en el que el vallisoletano nos pinta la infancia del Mochuelo, un muchacho que echa la vista atrás y revive el camino recorrido hasta la noche previa a su emigración a la ciudad, a donde se traslada para estudiar.
Siempre digo que si hay algo que hace grande al maratón, y probablemente a la preparación de cualquier prueba deportiva, es el camino que lleva a ella. En el caso de la carrera por antonomasia del fondo, esto es tanto más cierto en cuanto la competición es tan puntual, efímera e irrepetible, que el valor del camino que lleva a ella se multiplica. Se trata de semanas, meses, de escuchar al cuerpo, de captar sus síntomas, modular intensidades, adaptar descansos, evaluar resultados en los entrenamientos, retocar el plan para que cuadre con nuestras pretensiones y, sobre todo, con el discurrir cotidiano de la vida.
Una vez recorridos los miles de pasos que componen este trayecto, se nos presentará el día de la carrera. No por manido, el tópico del día D es menos aplicable. Porque es el día en que el corredor se lo juega todo a una carta. A diferencia de otras pruebas más cortas, no hay vuelta atrás. Si no tenemos un buen día, no hay solución. Si sale un día de perros, no hay solución. Si calculas mal el ritmo y te vienes abajo a 10 km de la meta, no hay solución. No podemos tentar a la suerte de nuevo en un par de semanas.
Por eso, por eso, es el camino el meollo de la cuestión maratoniana. No se trata de llegar a Ítaca, o al menos no sólo. Es la Odisea la que le da valor al maratón. Atravesar el mar, tantas veces ignoto, otras muchas veces temido por conocido. Cerrar los oídos a las sirenas. Disfrutar el viaje. Crecer con cada zancada. Y es el camino la mayor de las dificultades del maratón: cuando se fija un objetivo, con sus exigencias, con toda su crudeza, son los peligros que nos acechan a lo largo de doce semanas los que más van a poner en peligro la carrera, y no el día del maratón propiamente dicho.
Cuántas veces se ha oído a un experto maratoniano cantar en la semana final que lo más difícil está ya hecho, que ya sólo queda no estropear tanto trabajo. De nuevo, es el camino el tesoro más valioso del maratón.
Y aquí estoy, en la línea de salida de este largo periplo. Con sensaciones contrapuestas. Por un lado, la impresión de partir de un muy buen estado de forma, ingrediente ideal para, con la cabeza necesaria, llegar a las mejores prestaciones posibles en Hamburgo. Pero al mismo tiempo, con algunas molestias que ni se van ni se asientan. No remiten pero tampoco me impiden correr y entrenar. Comienzan 12 semanas de incertidumbre... ¡no sabes bien hasta qué punto!

21.1.13

Tres meses

Hace tiempo que una voz me anima a retomar este rincón. En realidad son dos voces, una interna, pepitogríllica, siempre dispuesta a mover una conciencia o simplemente a darnos un pequeño empujón que nos lleve a ponernos en camino. La segunda es más material, corpórea, y mentiría si dijera que no es la que más me ha movido a retomar el blog. 

Simplemente, pues, necesitaba una ocasión propicia para ello. Y desde hace semanas me decía a mi mismo que el maratón de Hamburgo debe ser ese punto de partida para reabrir este cuaderno de historietas a la carrera. Hoy, cuando quedan exactamente tres meses para que se dé la salida a la carrera, me he decidido a ello.

Me da un poco de miedo esta preparación, estos tres meses por venir. Tengo demasiadas cuentas pendientes, demasiado empeño puesto en rubricar historias inconclusas y cerrar círculos a medio dibujar. Y no me gustaría que eso se convirtiese en una fuente de ansiedad, en un exceso de presión de un período que quiero que sea de intenso disfrute, coronado con un paseo de algo más de 42 km por esa ciudad que tanto me ha dado, y a la que sigo echando mucho de menos.

Una de esas historias inconclusas es la misma preparación de 2005, y su blog asociado. Quiero recordarlo hoy desde estas páginas. Aquel 1000contra42195.blogspot.com en el que pretendía narrar día a día cómo una preparación de unos 1000 km de duración me serviría para afrontar una carrera de 42.195 metros por primera vez en mi vida. Luego vinieron los imponderables: la mudanza, el estrés, la anemia, el regreso a Madrid y el camino abortado a menos de la mitad de recorrido. 

Un puñado de años más tarde vuelvo a fijarme el mismo objetivo que tuve en 2005, ahora algo más viejo, pero también más experto y mejor corredor. Hoy quiero arrancar de nuevo los episodios que no contarán exactamente, al pie de la letra, el día a día en este nuevo asalto al maratón hamburgués. Serán más bien una glosa a mis entrenamientos, un lugar donde amalgamar sensaciones, reflexiones, pensamientos, sombras que por supuesto me cruzarán la cabeza, y espero que también otro buen puñado de alegrías que jalonarán estos meses.

Valga esta entrada como punto de partida. Los pocos que aún quedéis al otro lado estáis invitados a seguirme por esta vía.

Hoy, para empezar, tocaba disfrutar del anochecer en una de las joyas de que podemos gozar los madrileños a diario: el parque del Retiro.

27.5.11

El castillo de naipes

Está tumbada en el sofá, adormecida y sonriente. Con gestos entre somnolientos y dulces coge la baraja de la mesa, se sienta y va tomando carta a carta. No pierde la concentración ni una sonrisa tímida, cariñosa, mientras va subiendo pisos; naipes horizontales, inclinados, en precario equilibrio, pero aparentemente estables.

Cada nueva pieza pende en el vacío en una suerte de vértigo funambulista, presa de la doble atracción del suelo y las alturas.
Cada nueva pieza es un trozo de esperanza, un pedacito de ilusión que desprenden sus manos, esas que parecen existir para sólo acariciar.
Cada nueva pieza es una promesa ilusionante, pronunciada por esos labios que ya duelen de tanto besar.
Cada nueva pieza es una amenaza al equilibrio, es el alimento de la incertidumbre y la impaciencia.
Cada nueva pieza pesa más, sus gestos pierden frescura, sus ojos revelan el cansancio.

Y el aire en el salón se hace pesado. Ella se mueve con respiración agitada, y parece buscar una salida. Entonces ve el ventanal, se acerca y lo abre. Aliviada, regresa al sofá y se tumba tratando de descansar.

Cuando se queda dormida entra una violenta ráfaga de viento por el balcón. Los naipes vuelan por los aires.

24.5.11

Pascal y sus razones

Te crees fuerte.
Te sientes equilibrado, calmado, dirías que casi frío, ajeno a los bandazos que ves que a otros sacuden. Vives el día a día sin mayor sobresalto, inmerso en la capa protectora de una razonable rutina. Un espejismo de seguridad encaramado a la atalaya, pétrea, bajo la que ves pasar la vida.

Y entonces ocurre. Se tambalean los cimientos, se resquebraja la roca y por allí se cuela ese algo que te hace temblar. No sabes cómo ha sido, pero de la noche a la mañana eres otro; donde había equilibrio se cuela el vértigo; la calma es ahora marejada; y el frío ya no sabes si es tan intenso que te quema, o es que en realidad estás ardiendo por dentro. Y las llamas son peligrosas, incontrolables y virulentas. Lo sabes, claro que lo sabes, no es el primer incendio que presencias, pero te embobas viendo el fuego, te dejas fascinar por él y, sin quererlo, te entregas.

Te creías fuerte. Pero ves que no, y en un instante de lucidez (¿lucidez?) intentas protegerte, echar mano de la razón y el cálculo, pero ves que el intento es vano. Comprendes más que nunca aquellas archiconocidas palabras de Pascal en torno al corazón y la razón... que no sabes si fueron dichas presa de la misma conmoción, pero que describen punto por punto el mareo que te ha atrapado.
El corazón no se deja atar, se escapa y abre de par en par las puertas de tu cabeza, tiende una alfombra –roja, por supuesto- a la locura, y ésta se hace fuerte dentro de ti. Locura, o pasión, o sentimiento, qué sé yo: llámalo como quieras. Pero te apremia, te insiste y te ronda; quieres alejarlo un momento pero no se deja. Te preguntas por qué; por qué no puedes, no sabes o no quieres librarte. Y dejas que esa locura crezca.
Miras hacia atrás, y ya no recuerdas cuándo fue la última vez que perdiste los papeles. Te preguntas si merece la pena, y las respuestas contradictorias se agolpan en la cabeza.

Sí, siempre merece la pena ese atropello desordenado.
No, no, siempre es mayor la esperanza que la recompensa.
¡Qué dices!
¡Lo que oyes!

Y hace tanto tiempo de aquello que no sabes cómo actuar. Te sientes torpe: tan crío en un cuerpo de adulto, bien adulto, que ves claro que haces el ridículo. Y aunque no haya razones para ser optimista, cuando los malos indicios se agolpan, entonces es cuando tu aspecto bobalicón se acentúa, cuando buscas con insistencia un mensaje, una señal, algo...
Quiero que esto que tengo dentro se vaya. O no. No lo sé. Pero es que va a dar lo mismo: no lo puedo controlar. Tendré que dejarme consumir por esta incertidumbre.

22.5.11

Frío

Otra noche abres la cama.
Te tiendes, te arropas.
Dejas la luz de la lámpara de lectura y tomas un libro que hojeas, del que lees algunas líneas ya entre sueños.
Lo vuelves a dejar junto al reloj. Apagas el interruptor.
Te das la vuelta, extiendes un brazo.
Frío.

31.5.09

La traición de las matemáticas

Se hacen llamar Ciencias Exactas. Con un orgullo que encuentro muy próximo a la pedantería. Parecen sentirse ofendidos por otras ciencias que consideran menores, contaminadas, meras aproximaciones a su alto concepto de la precisión y la abstracción más absolutas. Así, enarbolan la bandera de la Exactitud como quien echa en cara a la Física, a la Geología, a la Biología, sus devaneos con las opiniones y la subjetividad. Son saberes menores, enanos que se han de aupar a los hombros de un gigante para alcanzar, al menos, la dignidad necesaria para mirar a las Matemáticas a los ojos.

Pero no. Todo esto es una pose. Ya me parecía a mi que tanta ostentación había de ser impostada, una defensa de quien se sabe un puntito mentirosa y una pizca fraudulenta. Y es que dicen las Matemáticas que si asciendes y desciendes los mismos metros en un recorrido cualquiera, el saldo final es cero, y el resultado será el mismo que si nos hubiésemos desplazado siempre a la misma cota.
Dicen también las matemáticas - a quien ya me permito arrebatar la mayúscula - que la contribución negativa de la gravedad en un recorrido ascendente es igual a la contribución positiva de las pendientes descendentes. Eso se empeñan en cacarear las ecuaciones, engolados pregoneros de las medias verdades de estas traidoras. Pero no, a mi no me convencen, ya no. Hoy hemos estado haciendo prácticas por todo Madrid, partiendo de la calle Goya, descendiendo hasta la Cibeles, ascendiendo por la Castellana y Concha Espina -¡ay, Concha Espina!-, para terminar bajando... ¿bajando? por Príncipe de Vergara, hasta regalarnos con una última ascensión en la calle Goya para restablecer el saldo nulo de subidas y bajadas.
Y no, las contribuciones no se cancelan. Esos cuatro kilómetros de la Castellana son como la cucharilla del preso de película que poco a poco va cavando un túnel por el que huir de su encierro. Rac, rac, rac, rac, se desmenuzan las fuerzas, va cayendo el polvillo, la pared queda al borde del hundimiento... y cuando te regalan un tramo en descenso, no queda de donde extraer la fuerza, la velocidad, el empuje necesarios para que las matemáticas se queden satisfechas con el cumplimiento de su ecuación.

No puedo decir que haya quedado insatisfecho con el resultado de la carrera en términos comparativos, pero el tiempo conseguido no me dice gran cosa. ¿O sí? Pues sí, sí lo deja claro: -1 + 1 no siempre es igual a cero.

18.5.09

El pintxo más dulce

Siempre que regreso de San Sebastián, aunque sea tras una estancia de uno o dos días, lo hago con cierta nostalgia, con un puntito de morriña y con la promesa cierta de volver en cuanto me resulte posible. En esta ocasión, por si fuese poco, me cargo de una nueva razón para tenerle un cariño especial a esta ciudad.

Es el color de sus laderas, la fuerza bruta de su cielo tormentoso a veces, o raso, soleado y luminoso algunas otras. Es el carácter de su gente; la exquisitez rotunda de su gastronomía; las avenidas arboladas, casi techadas por copas seguramente centenarias; la mezcla de señorío, juventud, elegancia y alboroto que respiran sus barrios... es, en fin, todo.

Una vez más me presenté allí con la firme intención de disfrutar de la bella Easo, de pasar tres días de sosegado turismo por sus calles - y por las de Hondarribia- y, en la medida de lo posible, de hacer por fin una buena carrera en su medio maratón. Digo por fin, porque año a año, ya fuese por el clima, por mi estado de forma, o por ambas razones, nunca había quedado completamente satisfecho con los resultados. Pero esta vez sí. Y eso a pesar de que no quería confesarlo, pero llevaba casi dos semanas de sensaciones un tanto ambiguas en los entrenamientos, probablemente fruto de la llegada del calor y las temperaturas más veraniegas.

Así y todo, decidí no dejarme amilanar, y me he situado en la línea de salida con la intención de ir a por todas. Sé que cada año pasado la situación de los kilómetros era defectuosa, así que he decidido salir por sensaciones y controlar el ritmo sólo cada cinco kilómetros, aunque fuese echando un ojo de vez en cuando al crono. Esto se ha traducido en una carrera mal corrida, pero con resultados mejores de los esperados. Ya desde el principio he visto una sucesión de parciales kilométricos en torno a los 3:30... que no eran achacables a una mala colocación de los puntos kilométricos, pues no se corregían unos con otros, sino que se debían simplemente a que iba demasiado rápido.

Al principio he ido en un grupo numeroso, pero éste pronto se ha descompuesto, y ya desde el kilómetro 5 o 6 he ido acompañado de uno, dos, a lo sumo tres corredores, sin posibilidad de relevarme o de resguardarme en los tramos en que hubiese algo de viento... que ha sido escaso, dicha sea la verdad.

En soledad por las avenidas donostiarras

En soledad por las avenidas donostiarras

Al paso por el kilómetro 10, excesivamente rápido -35:15- ya estaba completamente solo, con la idea de que algo perdería, pero que el sub-1.16 era más que factible. Así, he seguido haciendo el recorrido tratando de cazar a corredores, y dejándome llevar por Raúl, quien me ha acompañado en dos tramos de la carrera. Y, efectivamente, he cedido en el ritmo, pero no en exceso. He pasado la crisis del 15-16, he enfilado la calle San Martín, donde me he vuelto a encontrar cómodo merced a la compañía inestimable y nada fraudulenta (:-)) de Raúl, y he seguido apretando los dientes en ese difícil paso por contrameta en el que no quieres sino terminar ya la carrera. He pasado el 20 en 1.11:44, y he visto que el objetivo estaba hecho, pero la marca quedaba lejos... o no tanto. He conseguido cambiar mucho más de lo esperado, he apretado el culo tanto como ha sido posible,  y con el 1,097 último más rápido de cuantas medias he corrido (3:39), he entrado en meta exultante, por primera vez gritando de satisfacción. Me he abrazado a Raúl y he sido feliz.

En Aita Mari hemos prolongado la felicidad con una comida excelente, con vistas al mar, al Igueldo y a un sol radiante. He degustado así los bocados más dulces de la temporada.