El Camino
Don José, el cura, que era un gran santo...
Quien haya leído esta novela de Miguel Delibes recordará este leit motiv a lo largo de todo el texto, en el que el vallisoletano nos pinta la infancia del Mochuelo, un muchacho que echa la vista atrás y revive el camino recorrido hasta la noche previa a su emigración a la ciudad, a donde se traslada para estudiar.
Siempre digo que si hay algo que hace grande al maratón, y probablemente a la preparación de cualquier prueba deportiva, es el camino que lleva a ella. En el caso de la carrera por antonomasia del fondo, esto es tanto más cierto en cuanto la competición es tan puntual, efímera e irrepetible, que el valor del camino que lleva a ella se multiplica. Se trata de semanas, meses, de escuchar al cuerpo, de captar sus síntomas, modular intensidades, adaptar descansos, evaluar resultados en los entrenamientos, retocar el plan para que cuadre con nuestras pretensiones y, sobre todo, con el discurrir cotidiano de la vida.
Una vez recorridos los miles de pasos que componen este trayecto, se nos presentará el día de la carrera. No por manido, el tópico del día D es menos aplicable. Porque es el día en que el corredor se lo juega todo a una carta. A diferencia de otras pruebas más cortas, no hay vuelta atrás. Si no tenemos un buen día, no hay solución. Si sale un día de perros, no hay solución. Si calculas mal el ritmo y te vienes abajo a 10 km de la meta, no hay solución. No podemos tentar a la suerte de nuevo en un par de semanas.
Por eso, por eso, es el camino el meollo de la cuestión maratoniana. No se trata de llegar a Ítaca, o al menos no sólo. Es la Odisea la que le da valor al maratón. Atravesar el mar, tantas veces ignoto, otras muchas veces temido por conocido. Cerrar los oídos a las sirenas. Disfrutar el viaje. Crecer con cada zancada. Y es el camino la mayor de las dificultades del maratón: cuando se fija un objetivo, con sus exigencias, con toda su crudeza, son los peligros que nos acechan a lo largo de doce semanas los que más van a poner en peligro la carrera, y no el día del maratón propiamente dicho.
Cuántas veces se ha oído a un experto maratoniano cantar en la semana final que lo más difícil está ya hecho, que ya sólo queda no estropear tanto trabajo. De nuevo, es el camino el tesoro más valioso del maratón.
Y aquí estoy, en la línea de salida de este largo periplo. Con sensaciones contrapuestas. Por un lado, la impresión de partir de un muy buen estado de forma, ingrediente ideal para, con la cabeza necesaria, llegar a las mejores prestaciones posibles en Hamburgo. Pero al mismo tiempo, con algunas molestias que ni se van ni se asientan. No remiten pero tampoco me impiden correr y entrenar. Comienzan 12 semanas de incertidumbre... ¡no sabes bien hasta qué punto!